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TESTIMONIOS SIN SOBORNOS

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Alejo

"Contratar a Boli para mi discurso de bodas fue la mejor decisión. Creó un texto divertido y personalizado, y me dio consejos valiosos sobre cómo hablar en público. ¡Fue un éxito total!"
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Programa

Desconecta

 Su enfoque innovador y su capacidad para conectar con los jóvenes a través del humor han transformado nuestros talleres de habilidades sociales y adicciones en experiencias dinámicas y efectivas. ¡Una incorporación excepcional!
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La Puta Suegra

“Contar con Boli para nuestro evento de Puma fue una excelente decisión. Su dinamismo y energía transformaron el evento en una experiencia inolvidable. ¡Altamente recomendado!”

EL PRECIO DE ACTUAR TARDE

—¿Y cuánto tiempo llevabais viendo cosas raras?

—Uf… años. Pero pensábamos que eran cosas de la edad. Que se le pasaría.

Silencio incómodo.

Esta frase la he escuchado tantas veces que podría tatuármela en la frente. Y lo peor no es la frase. Lo peor es lo que viene después: la culpa, el cansancio, los reproches dentro de casa, el “¿y si hubiéramos hecho algo antes?”.

Porque sí, intervenir tarde tiene un precio. Y no hablo solo de dinero.

Hablo del precio emocional de ver cómo tu hijo se convierte en alguien que no reconoces.
Del precio familiar de una casa donde ya nadie habla sin gritar o llorar.
Y del precio económico de tener que recurrir, al final, a tratamientos mucho más largos, más intensivos… y más caros.

CASO 1 – “Pensábamos que era cosa de adolescentes”

Marc empezó a encerrarse en su habitación con 15 años. Horas de pantalla, bajón en notas, cambios de humor. Sus padres lo achacaron a “la edad del pavo”.

Con 18, la situación era esta:
– Desvinculado del colegio.
– Consumo diario de cannabis.
– Trastorno de ansiedad no tratado.
– Padres durmiendo con el móvil en la mano, esperando llamadas de urgencias.

Entró en tratamiento a los 19. Y lo logró. Pero costó:
– 12 meses de centro residencial.
– 3 años de terapia familiar.
– Un divorcio por el camino.

CASO 2 – “No queríamos agobiarla”

Lucía empezó a obsesionarse con la comida a los 16. Los padres veían “que estaba rara”, pero como seguía sacando buenas notas, no quisieron presionarla. Un año después, llegó el diagnóstico: trastorno de la conducta alimentaria.

Hoy, con 24 años, sigue en tratamiento. Y aunque va mejor, la herida familiar sigue abierta.

No es que estos casos no tengan solución. La tienen. Pero llegan con intereses.

Porque cuando prevenir ya no es suficiente, solo queda intervenir. Y cuanto más tarde se hace, más profunda es la caída… y más lenta la recuperación.

 

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